Columnistas
Un nuevo amanecer para una sociedad enferma

¡Cómo han perdido valor los amaneceres! Días tras día, inmersos en esta mole de cemento y precedidos de múltiples y cotidianas afugias. Muy pocas veces…o nunca, tenemos la oportunidad de extasiarnos por la magia natural de la creación.
Es hermoso contemplar cuando viajamos, cómo el firmamento cobra transparencia y más si es un amanecer junto al mar.
Ver cómo las tonalidades oscuras de la noche, matizadas de un rojo intenso, surcan la gama de rojos hasta desvanecerse para que un pequeño punto lumínico…emerja rutilante entre el mar y el horizonte, y presurosas se esfumen las tinieblas y raudas las nubes…abran paso a un sol espléndido, maravilloso, que inunda con sus rayos la inmensidad que lo rodea mientras nuestra mente evoca el momento de la creación, embargándonos de una gratitud reverente al Divino Hacedor.
Si, hemos perdido la costumbre de admirar el amanecer para llenarnos de su energía y motivación y emprender nuestras actividades diarias con el entusiasmo y optimismo necesarios para volcar lo mejor de nosotros en nuestra labor diaria; la hemos cambiado por otra menos gratificante: la información.
Ella sería gratificante si exaltara los valores humanos, la solidaridad, el emprendimiento, la honestidad e integridad de nosotros o de nuestros congéneres, la creatividad, el respeto, todo lo bueno que sucede fuera de nuestras paredes y que pueda afectar nuestro diario vivir de una manera positiva; con una cantidad de datos suficientes para fortalecer nuestro conocimiento para la toma de decisiones en la vida diaria, pero lo que oímos son noticias escabrosas, con altos y elevados índices de violencia, que distan mucho del panorama que nos despeja la naturaleza en cada amanecer para contagiarnos de alegría, optimismo y gratitud por ser parte del género humano y de esa maravillosa creación.
La información que colma las páginas de los medios de comunicación tanto convencionales como virtuales nos llenan de tristeza, como aquella que sucedió el 24 de septiembre del 2008 cerca a Bogotá, en el municipio de Chía, al enterarnos de que un bebé de 11 meses es arrancado de los brazos de su madre y secuestrado. Su padre, Orlando Pelayo, clama justicia a través de los medios de comunicación, conmueve a la opinión pública y tres meses después nos indican que su secuestro y asesinato fue ordenado por su progenitor. ¿El motivo? Ocultar la existencia de su menor hijo a su compañera para la fecha de los hechos. Este desenlace fatal culminó con la condena a 60 años de prisión de Orlando Pelayo, la desolación de la madre del menor y el estupor de la sociedad.
Estupor que nuevamente aparece el 14 de octubre del 2010 en Caño Temblador, zona rural de Tame, Arauca, por cuenta ya no de un padre, sino de un militar, un soldado de la patria. El subteniente Raúl Muñoz Linares, quien alevemente accede carnalmente a una menor de 13 años para luego matarla a machetazos, haciendo lo propio con sus hermanitos de 6 y 9 años de edad; pretendiendo borrar cualquier rastro, enterrándolos en dos huecos, que infortunadamente para él, la poca profundidad de las excavaciones dejó al descubierto una de las piernas de sus víctimas y pronto las pesquisas dieron con su paradero y posterior condena a 60 años de prisión. Se le halló responsable además de violación a otras dos menores de 13 y 14 años de edad.
Otro amanecer luctuoso fue para el 24 de mayo del 2012; una mujer de 35 años, madre soltera de una menor de 11 años, vendedora de dulces, que validaba su bachillerato, seguramente enamorada, con ilusiones y un proyecto de vida, clama auxilio a través de su celular en la madrugada desde el Parque Nacional en Bogotá. Seis horas después es auxiliada por la policía y días más tarde muere tras una septicemia que le causaron las heridas de las que fue víctima: una puñalada en su espalda tras ser violada y empalada por Javier Velasco Valenzuela, uno de sus compañeros de estudios, quien ya tenía antecedentes por igual delito y estaba acusado de abusar sexualmente de sus dos hijas.
La mañana del 10 de septiembre del 2018 nos sorprende con la denuncia del maltrato de una bebé de 9 meses, a la que su cuidadora le produjo una fractura en una de sus piernas.
Y así, día tras día, oímos de agresiones como de la que fue objeto la menor Yuliana Sambony a manos del arquitecto Rafael Uribe Noguera. Caso ampliamente difundido que culminó con su condena a 58 años de prisión.
O de la que fue víctima el arquero Alexis Viera el 25 de agosto al recibir un impacto de bala por no dejarse robar el celular, que en similares circunstancia recibió el profesor Luis Fernando Montoya el 22 de diciembre del 2004, o los innumerables atentados que sufren tantos ciudadanos y ciudadanas anónimos por uno u otro motivo, mostrándonos una sociedad enferma.
Pueda que no nos guste la rotulación, pero somos una sociedad enferma que la única manera que encuentra de solucionar la patología enquistada en su seno, es invocando la cárcel, el aumento de penas, o la cadena perpetua o por qué no, la pena de muerte. Del arquitecto Uribe Noguera recuerdo que a los 16 años ya tenía problemas de alcohol; de Raúl Muñoz Linares sabemos que solo al tercer intento logró por fin ingresar a las filas del ejército, porque su discapacidad psicológica se lo impidió en dos oportunidades anteriores. Y, para abreviar, Javier Velasco Valenzuela tiene una historia clínica psiquiátrica que le augura muchos años tras las rejas.
Y entonces me pregunto ¿Qué hay de las facultades de Psiquiatría de Colombia? ¿De las de Psicología? ¿Qué pasa con el Ministerio de salud? ¿En qué gaveta ha dormido olvidada y despreciada durante seis años la Ley 1616 de 2013 de Salud Mental? ¿Será posible que pensemos en una verdadera política criminal, pero también en una verdadera educación que se preocupe por la educación emocional y afectiva de nuestros conciudadanos, hombres y mujeres, ricos o pobres, jóvenes o adultos mayores, letrados o analfabetas?
Colombia necesita que desde los hogares identifiquemos las patologías que se forman en nuestros niños. Que encontremos respuestas al origen de la violencia y esas conductas criminales que gravitan en nuestra vida y que afloran en el momento menos pensado, en el escenario jamás imaginado con víctimas y victimarios que nos sorprenden por lo inusual de su soterrado comportamiento.
Siempre he extrañado que el Inpec pretenda resocializar a los condenados sin un convenio que involucre en la educación, formación y orientación de los mismos a trabajadores sociales, psiquiatras, psicólogos, sociólogos y otros.
Pero hablando de los ciudadanos comunes y corrientes, creo que hay que cerrar filas desde la escuela para a través de las escuelas de padres, enderezar aquellos comportamientos que se detectan en el aula de clases y que pueden prevenir excesos, corregir conductas patológicas y rehabilitar a quienes sean víctimas de desórdenes mentales o en su comportamiento.
Creo que para nada vendría mal que los profesionales de la salud se involucraran, o mejor, asumieran el liderazgo tendiente a meter en una camisa de fuerza el analfabetismo emocional que nos afecta, propiciando así un conglomerado sano, pacífico, solidario y productivo; aprovechando que nuestra sociedad, que Colombia se encuentra en plena transformación política, económica y social.
Sabido es que educar no es solo imbuir de conocimiento, es templar el carácter, pero también someter el temperamento. Creo en el caso de los colegios en una educación preventiva. La de los infractores tiene un cariz diferente y no soy la llamada a definirlo. Por eso invoco la presencia de la academia en este entorno social tan enrarecido.
Necesitamos profesionales comprometidos con esa transformación política, económica y social, para que el país tenga un nuevo amanecer en donde la salud mental nos permita una convivencia, quieta, pacífica y tranquila.
*Las opiniones plasmadas por los columnistas en ningún momento reflejan o comprometen la línea editorial ni el pensamiento de Plus Publicación.