Columnistas
Sudor, sangre y lágrimas

Hoy podemos decir con facilidad que todos somos iguales ante ley o que los hombres y mujeres nacen libres e iguales, y discrepar de quienes protestan por mejores condiciones laborales, mayor salario, educación gratuita, mejores y más tierras para producir, derecho a la salud o a una pensión, ignorando que esos derechos que disfrutamos como propios, como el derecho al trabajo, fue conquistado por generaciones anteriores para nuestro bienestar y que con el paso del tiempo se van desdibujando, siendo para muchos una simple carencia.
Todo, porque desconocemos nuestra historia. Desconocemos que nos pertenecen y como los obtuvimos. Porque los derechos humanos que nos son inherente, en este caso, el derecho al trabajo, no son fruto de la buena voluntad de los gobernantes, sino de las luchas de los pueblos en todo el mundo y durante gran parte de la historia de la humanidad, que hubo que luchar por ellos, arrebatarlos. Recordemos por ahora cómo nació El Día del Trabajo.
Con la invención de la máquina a vapor, a la historia de la humanidad ingresaron la locomotora, el avión, el teléfono, la bombilla y el automóvil abriéndole paso en el siglo XVIII a la Revolución Industrial que dejó atrás la economía agrícola y artesanal, es decir, la manufactura desplazó el trabajo manual, y la población rural migró a las ciudades.
Con el nuevo modelo de producción la jornada laboral alcanzó 7 días a la semana de hasta 14 horas, lo que indica la condición poco ventajosa de la clase trabajadora que dio origen al surgimiento de agremiaciones de trabajadores y trabajadoras, para acceder a mejores condiciones de trabajo, tanto de horario como de salario; nacieron los sindicatos y fue así como en el año 1886 la Noble Orden de los Caballeros del Trabajo, presionó a los empresarios mediante huelgas a que reconocieran la jornada laboral de 8 horas (8 horas de trabajo, 8 horas de ocio, 8 horas de sueño) y en ese sentido el presidente de los EE.UU. Andrew Johnson dictó la 'Ley Ingersoll', estableciendo el horario de 8 horas de trabajo diario, pero no todos los estados la adoptaron ni todos los empleadores la observaron, por lo que aproximadamente 80.000 trabajadores de Chicago iniciaron una huelga que pronto se extendió a otras ciudades, movilizando más de 400.000 trabajadores en 5.000 huelgas simultáneas, causando gran preocupación entre el gobierno y los empresarios que vieron la amenaza de una revolución anarquista.
Ese 1° de mayo frente a la puerta de la fábrica de Mc.Cormik, mientras los trabajadores reivindicaban el nuevo acuerdo, cuyos empresarios se negaban a aceptar, fueron atacados por la policía con los subsecuentes disturbios y muertos hasta que cuatro días después, alguien, con el fin de dispersar a los protestantes reunidos en la Plaza Haymarket, lanzó un artefacto explosivo contra la policía que hacía uso de la fuerza contra aquellos. Este hecho, conocido como el atentado de Haymarket, fue llamado por el movimiento obrero los “Mártires de Chicago”. De ahí que la mal llamada celebración del 1° de mayo haya nacido en el Congreso de La Internacional Socialista de 1.889 como día del Trabajo, salvo para Canadá y EE.UU., que lo celebran el primer lunes de septiembre para no glorificar a los caídos, y Nueva Zelanda el cuarto lunes de octubre.
Pero no solo los hombres han luchado por su derecho al trabajo, también debieron hacerlo las mujeres, que además llevaban la desventaja histórica de la discriminación frente al varón. Así, esa fecha del 8 de marzo de 1857 está señalada por la protesta por las 12 horas de jornada laboral y sueldo miserable que ganaban en las fábricas textiles y lo hicieron luego en marzo de 1909, cuando 146 mujeres jóvenes fueron encerradas en la Fábrica de Camisas Triangke Shirtwaist, por su dueño, para disuadirlas de la protesta que afuera hacían unas 400 mujeres y les lanzaban bombas incendiarias, produciéndose el incendio en el que murieron calcinadas.
La Internacional Socialista dio nacimiento a este homenaje a tantos jóvenes inmigrantes, reunida en Copenhague, en favor de los derechos de la mujer y de ahí en adelante siguieron luchando por los derechos al sufragio, a ocupar cargos públicos, a la formación profesional y a la no discriminación laboral. Sus voceras connotadas eran Clara Zetkin y Rosa Luxemburgo. Más tarde, en 1917, en Rusia, las mujeres también tuvieron que declararse en huelga protestando por la larga guerra que soportaban y los 2 millones de soldados muertos en ella; cuatro días después el zar les concedió el derecho al voto y abdicó. Total, que los derechos humanos, como diría alguien, huelen a sudor, sangre y lágrimas. Y ha habido que arrebatárselos a la clase dominante.
Es doloroso que una fiesta de tanta significación, que celebramos de manera tan desprevenida como es El Día del Trabajo, nos recuerde una masacre laboral, producto de reivindicaciones de siglos pasados que lamentablemente no hubiesen terminado en Chicago, sino que pervivan hoy y se repitan sus reclamos gobierno tras gobierno, en muchos países del mundo.
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