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La fragilidad del alma humana

Caminaba junto con mi hijo hacia mi casa. Era una de aquellas tardes cuando ya el sol se ponía y permitía al viento enseñorearse del ocaso, de las hojas que habían caído y traviesas revoloteaban por la calle a nuestro paso; a cierta distancia divisamos una reunión familiar muy particular: en una de las aceras un hombre joven, sosegado, con una sonrisa entre socarrona y displicente que resultaba ofensiva y al frente una mujer, un poco mayor con un niño de aproximadamente 11 años, callado, mientras ella, su mamá, lanzaba al hombre toda suerte de improperios y calificativos: «Mal padre…cómo no eres capaz de pagar siquiera el estudio de tu hijo. Fuiste capaz de abandonar el trabajo con tal de no tener que darle a tu hijo. Nunca le das dado nada…» y esas palabras laceraron mi corazón solo de pensar cómo estaría lastimándose el alma de aquella criatura.
Sobrepasamos ese grupo humano, mudos, pero 50 metros adelante, tal vez menos, me detuve y le dije a mi hijo que debíamos impedir que el alma de ese niño siguiera sufriendo tanto maltrato. Traté de persuadir a la mujer de buscar a la autoridad que pudiera encausar al padre renuente y evitar desdibujar esa imagen paterna frente al niño, porque deteriorar la imagen paterna o materna causa daño irreparable en cualquier infante, no así la escasez de dinero. Ella, con la imprudente soberbia que guiaba su ira, y que suele caracterizarnos, me respondió que «él es un niño fuerte, guerrero […]» en fin, trató de minimizar el hecho manifestando que insistiría en la demanda que ya había presentado en Bienestar Familiar.
La fragilidad del alma humana es de tal naturaleza, que esta semana pudimos apreciar cómo un defensor público lloraba, al lado de su representado, acusado de, durante cinco días, golpear, torturar, abusar sexualmente y por último asesinar a su hijastro de solo 22 meses de edad. El hombre solo tiene 19 años.
Y no puedo menos que pensar, cuántas vivencias marcaron el alma y la mente de este hombre desde su niñez, que lo impulsan a cometer hechos tan execrables como los narrados por el fiscal en la imputación y aceptarlos con una frialdad pasmosa, sin asomo de pesar ni el arrepentimiento que escandalizó a los operadores judiciales. Fue tan crudo el relato que el juez le pidió al fiscal no completar su descripción.
Podemos imaginar en la vida de los agresores multitud de circunstancias, violentas todas: ya sean psicológicas, físicas, económicas o sociales que hayan perturbado de tal manera su psicología, rodeado de adultos que creen que los niños son superhéroes que todo lo entienden. Las discusiones de sus padres enfrente suyo, matizadas de agresiones físicas, uno y otro día; múltiples horas de soledad por la ausencia obligada de la madre porque el progenitor optó por el abandono cruel y definitivo. La carencia de alimento, de afecto y de recreación sana.
Muchos niños y niñas han crecido subvalorados. Cuando han tenido la osadía de manifestar sus sentimientos o reclamado han sido subestimados, ridiculizados y agredidos.
Escenas como la de esta madre alterada nos enfoca en lo que los profesionales denominan Síndrome de Alienación Parental y definen como el comportamiento desarrollado por uno de los progenitores respecto al otro, o mejor, en contra el otro. Inclusive puede ser desarrollada por una persona distinta de los padres, pero cercano a ellos, o sea, cualquier familiar, consanguíneo o por afinidad o hasta la nueva pareja del divorciado.
El padre o la madre alienadores, terminan haciendo que los niños desarrollen un odio patológico sin causa alguna que lo justifique con consecuencias devastadoras para su desarrollo físico y mental, de allí que pueda surgir una personalidad criminal de ese infante.
Ese deterioro sembrado en el alma del niño de parte de uno de los padres disminuye la autoestima del menor, le hace perder seguridad y le impide enfrentar la sociedad que lo rodea, de una manera asertiva, con la inteligencia emocional necesaria que le permita una personalidad equilibrada suficiente para su desempeño social.
Nos resulta fácil señalar, juzgar y condenar, pero cuán inconscientes somos de los abandonos, soledades, carencias y maltratos que pueden anidar en el alma de un niño o una niña. Sin olvidar que somos niños grandes, porque crecen nuestros cuerpos, adquirimos destrezas y conocimientos, pero nuestra esencia es la que nos caracteriza desde que nacemos hasta que morimos. De ahí el adagio popular: «genio y figura hasta la sepultura».
Era muy difícil explicarle esto a esa esposa o compañera, abandonada y dolida, enervada por la contingencia económica que la agobiaba, hasta afectiva, creería yo, convencida de que ejercía un derecho legítimo, pero por lo menos, así como ella debería revaluar su conducta, todos deberíamos evitar, cada padre y cada madre, por el bien de nuestros niños las siguientes actitudes:
Insultar o desvalorizar al otro progenitor, en su presencia. Chantajear al otro progenitor con el derecho a las visitas y convivencia con sus hijas e hijos. Celebrar el rechazo que manifiestan los menores frente a la madre o padre alienado.
La única amenaza para nuestros niños no solo es Garavito. Podemos ser cada uno de nosotros si no cuidamos nuestras emociones frente a ellos, por eso debemos protegerlos aún de nosotros mismos. Así lo predican nuestra constitución Política y el Código Penal previniéndonos de la violencia intrafamiliar y de la inasistencia alimentaria.
Que los jueces y defensores puedan exhibir su sensibilidad, así como los infractores de la ley su insensibilidad, muestran que el alma es frágil y que nosotros estamos obligados a conocernos mejor para no dejar huella de nuestras falencias en los seres más preciados para nosotros: nuestros niños.
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