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Patos al agua, ¡sálvese quien pueda!

Con la finalización de la cuarentena, o lo que se ha denominado Aislamiento Preventivo Obligatorio, que empezó a regir en Colombia el 25 de marzo de acuerdo al Decreto 457 de 2020 recaerá sobre la población, ahora más que nunca, el discursito de que toda la responsabilidad sobre su autocuidado y buen comportamiento ciudadano le compete, sin excepciones.
Ya lo hemos escuchado desde hace semanas atrás, con un tono que gradualmente va aumentando en decibeles, tanto, que prácticamente la Policía Nacional pareciera que no tiene ninguna función ni responsabilidad en el mal comportamiento de la población frente a la mitigación del COVID-19.
Ha sido la manera como el Gobierno central, los departamentales y municipales se han quitado de encima un gran peso de responsabilidad echándosela a cuestas a un pueblo que por su naturaleza y antecedentes históricos lo que menos puede ofrecer es civismo, cultura ciudadana, empatía, asertividad, en una palabra, respeto por los demás.
Así hizo cuando comenzó a abrir algunos segmentos económicos. Pretendieron los gobernantes, y así lo expresaron públicamente, que como era imposible que las autoridades de salud y de policía controlaran cada uno de los negocios y sus protocolos de bioseguridad, entonces delegaron en cada peluquero, en cada panadero, en cada vendedor ambulante, en cada librero, en cada conductor de taxi, la responsabilidad del cumplimiento de la norma expedida por Decreto nacional.
Imagínense colocar en las manos de cada una de las personas que tenían y tienen urgencia de abrir sus negocios para, de alguna manera, amainar el certero golpe económico que les ha asestado el aislamiento con la cantidad de meses inactivos, el cumplimiento de las normas establecidas. Cuando, solamente por dar un ejemplo, el precio de un termómetro infrarrojo puede estar alrededor de los $300 000, y muchos pequeños comerciantes no pueden adquirirlo, se pretende que el rimbombante pero insignificante término mesiánico: «protocolo de bioseguridad» termine siendo la panacea.
Tampoco surtió efecto el mencionado plan piloto para restaurantes. Cuando menos de treinta cumplieron con todos los requisitos exigidos para poder funcionar, en los barrios periféricos los restaurantes mal llamados «corrientazos» abrieron sus puertas, sin distanciamiento social, sin espacio en las cocinas, sin ningún protocolo. Salieron los sancochos de gallina, los tamales, las pizzas, las arepas y chorizos a venderse sin ninguna restricción ni exigencia sanitaria, a diferencia de los certificados. ¿Y quién dijo qué?
Mañana martes primero de septiembre, cuando termina la cuarentena más larga del mundo (156 días de aislamiento no real), aún existen comerciantes que con colocar un frasco de gel antibacterial o de alcohol glicerinado sobre una mesa en la entrada de su establecimiento quieren descrestar con que cumplen las catorce páginas de instrucciones sobre protocolos de bioseguridad que trae la Resolución 666 del 24 de abril de 2020. Porque no hay quien los vigile, y porque el Gobierno ha querido convencer al ciudadano de que es suficiente emitir normas para que él se autorregule; que es obligación del comerciante cumplir, como un deber cívico y de corresponsabilidad con la humanidad, lo que parcialmente es cierto, pero no tanto como para que se desligue de esta responsabilidad a la policía. O si no, ¿en dónde queda el concepto de autoridad?
Un agente de la policía me decía hace tres semanas, en la carrera décima de Girardot, que la función de llamarle la atención a un vendedor ambulante para que se colocara el tapaboca le correspondía a la Secretaría de Salud. Aquí solamente pueden caber dos posibilidades: desconocimiento de sus funciones o pereza.
El Artículo 218 de la Constitución Política de Colombia establece que «La Policía Nacional es un cuerpo armado permanente de naturaleza civil, a cargo de la Nación, cuyo fin primordial es el mantenimiento de las condiciones necesarias para el ejercicio de los derechos y libertades públicas, y para asegurar que los habitantes de Colombia convivan en paz. […]». Más claro, imposible.
Y si lo anterior se complementa con lo que el Código Penal de Colombia establece en su Artículo 368: «El que viole medida sanitaria adoptada por la autoridad competente para impedir la introducción o propagación de una epidemia, incurrirá en prisión de cuatro (4) a ocho (8) años», ¿le da la razón a un agente para que indique que un acto irresponsable como el que anoto en un párrafo anterior es competencia de una secretaria de salud? Permítame dudarlo.
En el papel y la leyes es la policía quien debe ejercer el control y aplicar la autoridad sobre aquellas personas indisciplinadas que con sus acciones irresponsables atentan flagrantemente contra la vida de sus semejantes. Ya el tema trillado de que no se puede colocar un policía para cada ciudadano, o de que no alcanza el pie de fuerza para ejercer el control, al menos en el centro de las ciudades, es una respuesta recurrente que no explica la displicencia de algunos agentes que aun estando al frente de la situación o recibiendo la queja de un ciudadano, tampoco actúan.
Nadie niega la imposibilidad estatal de colocar un policía en la puerta de cada casa o al pie de cada parroquiano. Pero sí se espera como un derecho directo que depende de sus funciones, que cumplan con el fin fundamental del « mantenimiento de las condiciones necesarias para el ejercicio de los derechos y libertades públicas […]». No de otra forma, apegado a la Constitución, se justifica su existencia.
Cuidarse a partir de mañana de manera especial tiene una razón adicional, y es que no existe autoridad suficiente para reprender y castigar a los infractores del Artículo 368 del Código Penal.
Es decir, en una frase coloquial: ¡sálvese quien pueda!
Nota: las negrillas son nuestras.
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