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Cuarentena de topes y de abrazos

Cuarentena de topes y  de abrazos

Quién iba a presagiar que llegaría un momento en la historia de la humanidad que un virus letal y desconocido amenazara con desaparecer incluso, el gesto cortés de estrechar la mano o simular un beso en la mejilla.

Debo ser honesto y reconocer públicamente que no me desagradaría, en lo más mínimo, si en corto tiempo esos rituales milenarios se extinguieran definitivamente; la incertidumbre, y un gran pedazo de hipocresía desaparecería de nuestra cotidianidad atávica.

Cuando llegué al rol «privilegiado» de los ejecutivos, de las argucias más difíciles de adoptar, consecuencia de no entenderlas, fue asistir a ese ritual en el que en cada reunión los convocados batallaban el primer lugar a punta de tropezones, buscando rozar el manto sagrado del patriarca –si se encontraba-, y llegar a un gran objetivo: ejecutar la pantomima de estampar un beso en la mejilla de su par.

No era mera casualidad, y no lo es ahora, que la mayoría de las veces ese gesto mal aprendido y automático, se limitara metódicamente a topar mejilla con mejilla, como resultado entonces de un acto reflejo incomprensible, frio y vacío, que siempre he calificado como el «tope».

Lo que más me aturdía al principio, y todavía hoy no deja de sorprenderme,   es que minutos antes de ese ritual de roces y abrazos, los correveidiles correteaban por los cuatro puntos cardinales de los pasillos, como duendes, despellejando con nombres propios y apelativos deshonrosos o vulgarmente burlescos a los que, posteriormente, en medio de la ceremonia atávica les estamparían el beso de Judas.

Ya habían colocado sobre la parrilla los mozos y las mozas, el mal olor y el mal vestir, la falta de gusto y la ostentación; el mal catre y la amante peligrosa; los nombramientos inmerecidos, los despidos merecidos y los ascensos relativos. Los divorcios, las viudas y los solterones; la orfandad, la alegría, la tristeza, la opulencia, la quiebra…todo pasaba por el tamiz de la envidia, sin una pizca de remordimientos o la necesidad de confesiones católicas.

No importaba nada, porque al final, ¡todo el chismorreo y vocación de desprestigio alcanzaría su purificación con un roce de cachetes!, que muy bien parecería un beso en la mejilla.

De estrechar la mano también tengo mis reparos. Convivimos palmo a palmo con los buenos o malos hábitos de aseo de quienes nos extienden un saludo o su amistad a través de cinco dedos y su diestra.

En tierra caliente, por ejemplo, ese mazacote que se forma enguantándola con una baba resbaladiza y grasosa después de caminar bajo un inclemente sol, bochornoso y recalcitrante,  causa repudio o vergüenza dependiendo de qué lado nos encontremos con nuestra mano extendida.  

¿Cómo saber que al « ¡chocar esos cinco!», llegamos después de la emanación de efluvios rancios y sonoros; seguidamente de la consumación de un crimen, o somos los primeros en saludar a quien recién llega del disfrute de un acto onanista en el que la virtualidad supera la carne y la piel?

Saludar etimológicamente viene del latín salutare, que entre otras intenciones transmite el mensaje de desear o decir, ¡salud!

Así las cosas, y con el COVID-19 galopando, se hace obligatorio, para quienes creen en el autocuidado y la corresponsabilidad, que empecemos a erradicar de nuestras caducas etiquetas los besos en la mejilla y el saludo de mano.

El comportamiento social ha mutado, como los virus, de ser un asunto de educación a un tema de sobrevivencia.

No sobra decir, eso sí, que existen dos o tres abrazos que una vez cumplida la cuarentena, serán esperados y bienvenidos.

*Las opiniones plasmadas por los columnistas en ningún momento reflejan o comprometen la línea editorial ni el pensamiento de Plus Publicación.