Identidades

Quedan Guillermo y Yepes

Antes, mucho antes de hoy, eran cuatro o cinco los que se alineaban horizontalmente como piezas viejas de dominó a embetunar los zapatos de quienes querían encantar en el juego del cortejo; sorprender para desertar de la fila de los desempleados; disimular un remiendo o desde la muerte de otro observar su propia muerte.

Quedan Guillermo y Yepes

Han envejecido junto a los árboles engrosados por los años que van quedando también calvos por la imperturbable presencia del tiempo.

Guillermo y Yepes merecen tener un mueble nuevo.  En el que puedan cambiar esa posición permanente de postración obligada que se requiere para embolar zapatos de terceros.

Los dos, los de siempre, continúan trasteando sus corotos mañana y noche, como el ritual perfecto que se memoriza a través de la necesidad y la costumbre.

Yepes y Guillermo llevan demasiado tiempo debajo del palo de mango haciendo parte del mobiliario del Parque Bolívar esperando un mueble nuevo en donde reposar sus sueños y recordar sus esperanzas.

Ellos, en sus doce horas continuas de trabajo ayudan a prevenir robos, estacionamientos prohibidos y hasta pueden llegar a ostentar el cargo de guías turísticos, inexistente en la ciudad.

Antes, mucho antes de hoy, eran cuatro o cinco los que se alineaban horizontalmente como piezas viejas de dominó a embetunar los zapatos de quienes querían encantar en el juego del cortejo; sorprender para desertar de la fila de los desempleados; disimular un remiendo o desde la muerte de otro observar su propia muerte.

Ya se fueron para siempre, con su caja, sus betunes y cepillos, «José» o Carlos Octavio Barreto; Arnulfo Useche, aquel anciano que sus últimos meses los vivió conectado a un tubo de oxigeno; «Darío», el que exhibía en sus muñecas y dedos decenas de pulseras y anillos que lo distinguían de los demás.  Por ahí debe andar Javier Giraldo, «Machíster», un pesista o boxeador que cualquier día desertó del parque.

LUIS GUILLERMO ESPITIA ATEHORTÚA

Oriundo de Facatativá, cursó hasta tercero de primaria.  Pero no dejó el estudio para vagabundear; por el contrario, la situación económica en su hogar lo forzó a tener que trabajar desde los ocho años embolando zapatos.  El mismo trabajo que realiza 52 años después.

A sus quince, viviendo en Girardot, aguijoneado por la curiosidad y el ímpetu de la adolescencia (adolescencia distinta a la de otros jóvenes), emprendió camino hacia el Guamo, Tolima.

Expuesto a las necesidades y entendiendo que el lugar no era propicio económicamente para la actividad que desempeñaba aprendió a «montar llantas», como él lo dice.

En 1975 se devolvió para Girardot y comenzó a lustrar en el Café Palacio.  Aquel que quedaba ubicado en la esquina de la carrera décima con calle diecisiete, sobre el costado derecho en dirección hacia la plaza de mercado.

Al tiempo de llegar allí fue contratado como cantinero del café.  Pero como la aventura era parte de su vida, dispuesto a probarlo todo a riesgo de lo que fuera, Guillermo regresó a las llantas.

Había decidido quedarse en Girardot porque una relación sentimental lo acercaba más a esta ciudad de puentes, acacias y río. Tenía entonces veintitrés años; empezando a vivir.

Pero ese mismo año, cuando recién comenzaba a saborear los elíxires del amor, lo reclutan y lo llevan a pagar el servicio militar obligatorio a la Policía. 

Luego de dieciocho meses de milicia su vida se debate entre Girardot y Facatativá.  Pero desenamorado de la niña con la que salía en la entonces Ciudad de las Acacias, retornó a Facatativá. Comienza a trabajar en un montallantas y tiene sus dos primeros hijos.  Corrían los cuarenta años del calendario.

Pero como el destino es como una piola invisible que hala obligando a vivir lo inimaginable, Guillermo vuelve a Girardot y tiene dos hijos más; una mujer y un hombre con una señora diferente.

De allá a acá han transcurrido quince años.

EL ACCIDENTE

Cuando usted ve a Guillermo caminando parece como si el peso de la vida lo tirara para atrás con una simetría sorprendente. En el vaivén de su movimiento hay otra historia triste para contar.  

Cuando tenía cuarenta años se encontraba en la Isla del Sol, cerca al municipio de Ricaurte, quemando leña para sacar carbón; pasando por el tubo que comunica este sitio con el barrio El Divino Niño, en Girardot, se resbaló y cayó al vacío chocando contra un peñón que le fracturó la columna vertebral.

No era que no tuviera trabajo.  Embolaba en Girardot, pero los ingresos no le alcanzaban para vivir y entonces se la rebuscaba con otras formas diferentes.

UNA AGENDA PERMANENTE

Claro, Guille también tiene su agenda como cualquier ejecutivo.  Y la cumple a la perfección.

Siempre ha sido el más madrugador de los que llegan al parque.  Todos los días, sin poder decir «hoy no», se acomoda entre las seis y seis y media de la mañana.  Termina su labor cuando ya la oscuridad le impide apreciar el brillo, aleja a los clientes y da paso al cansancio acumulado de tantos kilómetros recorridos.

Sentado doce horas continuas sobre su sillita de embolar ve pasar la vida entre chistes, trueques del rebusque y la «maroca» del medio día (así le llama a la sopa que repite sin reproche).

De camino a su casa, siempre a las siete de la noche, se toma dos o tres cervezas que le ayudan a abrir la puerta de su pieza para encontrar la soledad que lo protege desde hace diecinueve años. 

Ve televisión, duerme, y se levanta a las cinco y media de la mañana para repetir el viaje de regreso, ¿o de ida?  Quién lo sabe.

Hablando de comida le pregunto despidiéndome:

-Guillermo, ¿qué no le gusta ver en el plato?

- ¡Lo que no puedo comprar!

Por fin una carcajada sale de debajo de su bigote alegrando un atardecer sombrío.

FRANCISCO ALFONSO YEPES

Siempre que le pregunto,

-Yepes, ¿por qué le dicen a usted teniente?

Contesta con mirada pícara y señalando entre su boca:

- ¡Porque me falta un diente!

Ese es Francisco Alfonso Yepes.  Serio para mamar gallo y enérgico cuando de hablar de la realidad nacional se trata.  Gesticula con el retazo de tela blanca que tiene para polichar, envuelta entre tres dedos.

Nació en Manizales. «¡Ave María!», dice Yepes, previniendo cualquier confusión. 

Empezó a hacerse hombre cuando a sus ocho años emprendió el viaje dejando atrás su hogar. 

- ¿Para dónde se fue, Yepes?

Manoteando como si estuviera regañando contesta:

- ¡Me fui a caminar todo el país, mijo!

Eso sí, haciendo lo mismo en cada parte que llegaba: embolando zapatos, como lo viene haciendo desde los ocho años.

Recordando algunos de sus periplos, el teniente nos cuenta que llegó a Girardot en 1972.  Cuatro años después emprendió viaje para la costa norte; allí, entre Santa Marta, Barranquilla y Cartagena, estuvo hasta 1980, fecha en la que retornó a Girardot.  De las tres, afirma Yepes, Santa Marta fue la ciudad en donde más tiempo vivió.

TODA UNA VIDA

Yepes pagó su servicio militar, recuerda, entre 1966 y 1968.  Fue reclutado, como la mayoría de los pobres en Colombia.  Eso fue en el batallón Ayacucho en la ciudad de Manizales, y aunque debía estar en orden público, recuerda Yepes con alegría, «no tuvimos nunca un combate ni nada de eso».

Hoy, a sus setenta y cinco años de edad, vive con el recuerdo de «media docena de hijos».  Cuando le pregunto si con la misma mujer, me contesta:

-No, con varias mujeres.  Con una sola mujer ¿para qué?

Le digo preocupado:

-Yo publico esto así…

Me dice en tono burlesco y amable:

-¡Pues que publique por toda parte!

- ¿Seis hijos con seis mujeres, teniente?

- ¡No, tampoco!  Seis hijos con tres mujeres.

EL DEMONIO

Hablando de momentos alucinantes, pero no exactamente agradables.

-Una experiencia Yepes.

-Una experiencia.  La experiencia fue que yo me encontré con el demonio, mano.

- ¿En dónde Yepes?

-Bajando de Fusa.  Eso fue en 1969 más o menos.

- ¡Pero cuente toda la historia Yepes!

- Pues que yo venía caminando a pie, por la carretera, por ahí a la una de la mañana.  Cuando me salió el diablo en una mula. 

- ¿Y cómo era el man?

- ¿Pues cómo era? Pues el demonio en una mula todo vestido de negro. Se quedó mirándome el tipo ese en esa mula, pero yo…a mí me salvó fue un escapulario que yo tenía de la Virgen del Carmen.

- ¿Y cascos del man, o fuego por la nariz o por la boca?

- No, nada. Un tipo.  Un jinete.

- ¿Y por qué el demonio, y no un jinete común y corriente a esa hora?

- ¡No! Pues cómo no iba a ser el demonio si andaba por unos desechos ahí…ese era el diablo, ¡no más!

- Bueno ¿qué pasó?  ¿Lo miró y siguió derecho?

- El man me miró y yo como me descubrí el pecho, pues tenía el escapulario con la Virgen del Carmen y un crucifijo, entonces se fue.

- ¿Y le dio miedo o no?

- ¡Pues cómo no me iba a dar miedo del diablo! ¡Humm!

- ¿Por qué está de mal genio Yepes?

- Tenía que darme miedo del demonio. ¿Quién será que no le da miedo del diablo?  Lo que pasa es que como yo soy muy creyente en Dios y María Santísima, pues andaba protegido por ellos.

ZARPÓ EL OTRO DESTINO

Cuenta Yepes que cuando vivía en la costa se hizo amigo del comandante de un crucero.  Entre trabajos internos e intercambio de favores (por ejemplo dice que le consiguió al marino una secretaria bilingüe muy eficiente), recibió una propuesta decente por parte del comandante: embarcarlo y llevarlo a otro país definitivamente.

El barco era de Helsinki, Finlandia.  Entusiasmado el teniente por esa oportunidad irrepetible sacó todos los papeles necesarios.  Llegado el día, se le hizo tarde.  Corrió a su habitación, cogió dos o tres prendas para el viaje y arrancó a correr como alma que lleva el diablo. 

Mientras corría por las calles olorosas a sal, sudor y pescado, escuchó la sirena del buque que partía.  Corrió veloz pero ese animal de acero fue más rápido que él.  ¡Había zarpado!

Seguramente por eso, cuando le pregunto:

-Pero venga, Yepes, ¿por qué se quedó a vivir en Girardot?

Responde con alegría y sin remordimientos:

-Porque este era mi futuro, aquí en Girardot.  Aquí me quedo y aquí me muero.

Mientras tanto, en su caja de embetunar, guarda celosamente una carta de presentación, plastificada y perforada por los años, firmada por el capitán de la embarcación recomendándolo incondicionalmente.