Identidades
¡El negociazo que hizo Dios en Girardot!
La bienvenida a quienes llegan en busca de paz y descanso la da una frase escrita sobre una lamina de aluminio que resume en seis cortos renglones condiciones y escenarios de la vida de los seres humanos: «Tener un lugar a donde ir, se llama HOGAR; tener personas a quien amar, se llama FAMILIA. Tener ambas cosas se llama BENDICIÓN».

Las biografías de extranjeros en nuestro medio nos han acostumbrado a que virtudes como generosidad, caridad, bondad, son exclusivas de personajes muy lejanos a nuestra cotidianidad, surrealistas, intocables, prohombres o supermujeres. Pero la memoria de la provincia lo desmiente.
La familia Castillo Contreras llegó a Girardot en 1987, luego de estar en otros sitios del país por el trabajo que desempeñaba Jorge Castillo, un exquisito pintor y publicista que laboraba en una empresa nacional de gaseosas; Nacira, a la vieja usanza de cuando las mujeres nacían y crecían para preservar hogares, era su esposa y madre de Freddy, Mauricio (Billy), Beatriz Enerika (la Nena) y Jorge (Richard), el menor de la camada. (Curiosamente la mayoría tiene nombre de pila y apelativo).
El afán en los primeros meses de estadía era encontrar trabajo para mantener a una familia numerosa. Jorge empieza a ser reconocido por su genialidad y es contratado por una entidad financiera para que cubriera de avisos publicitarios extensos muros en Girardot y Melgar. Años después incursionó en obras manuales en icopor con resultados encantadores.
LA BÚSQUEDA
Nacira Inés Contreras de Castillo, con el «de» con el que firma, es «nacida, criada y educada en Bogotá», exalumna del colegio Minuto de Dios. Terminando su bachillerato se enamoró de «el Papito» casándose en 1975, al cumplir dieciocho años.
Ya en Girardot comienza a vivir momentos de crisis en su vida, con Jorge, con los hijos, con la familia; se «[…] encerraba en el baño a llorar, y hablaba con Dios y le decía que me diera la fuerza de continuar por la familia», declara.
Esta situación, «guiada por una fuerza, llámenla como quieran, pero espiritual, me llevó a leer la Biblia diariamente», con tal necesidad de conocer de Él, que lo hizo con diccionario en mano.
Con los hijos ya crecidos y en busca de asegurar su futuro, en la hora del desayuno colocaba a uno de ellos, «muy especialmente al que hoy es sacerdote, al padre Mauricio, y le decía:
―Papito, mientras yo te preparo el desayuno por favor compárteme ese Salmo, léeme esa cosita, entre los dos ―. Mauricio tenía 19 años.
Así apareció la necesidad de que la familia terminara de desayunar pronto, alentándolos a irse para poder leer la palabra sin interrupciones. Pero entonces, «[…] miraba el reloj y rápido me paraba a hacer los quehaceres de la casa, el almuerzo, las cosas. Llegaban, y otra vez el afán de que se fueran para seguir en ese proceso». Así durante años.
DIOS LLEGA EL PRIMERO DE ENERO
Asistiendo Nacira y Jorge a un curso preparatorio de catequesis, «El primero de enero de 1998 estábamos en una celebración familiar […] estaban preparando el asado y llegó a mi mente algo que decía dentro de mí, “vaya a la calle”; eran las tres de la tarde».
Ese primer llamado fue ignorado por Nacira que continuó asando la carne, hablando y riendo con su familia. Pero, «A las cinco otra vez esa vocecita, “vaya a la calle”; eso ya me inquietó. Entonces yo ya me paré, fui a la cocina, dije: “¿Vaya a la calle?”, ¿yo a qué voy a ir a la calle?
Di una vuelta, volví y me senté. Seguí tomando cervecita, hablando, riendo, escuchando la música. A las seis de la tarde volvió la vocecita, «¡vaya a la calle!»
Entonces ya me paré y llamé nuevamente al hijo que hoy es sacerdote y le dije:
― Papi, quiero ir a la calle.
Él me dijo:
― Pero mami, a qué va a ir a la calle, vea la hora que es.
Le contesté,
―Pues quiero ir a la calle.
― ¿Pero a hacer qué, mami?
― Yo no sé, pero voy a ir a la calle.
Entonces comenzó a reunir todos esos trebejos desechables que las amas de casa curiosamente guardan; cubiertos, vasitos, platicos fueron cayendo uno por uno al fondo de una bolsa plástica.
Cuando llegó Mauricio de llevar a su novia a casa, en la misma moto se fueron sin rumbo definido. Recorrieron las calles del centro, desoladas por la fecha y la hora, para terminar en la plaza de mercado. Al primero que se toparon fue a un viejito: «Entonces yo me bajé y viendo que no había más gente le eché harta comida en una de las coquitas que llevaba. Y sentí una satisfacción tan grande en ese momento», dice exaltada Nacira.
Pero no fue suficiente; recorrieron la manzana de la plaza y llegaron a la esquina de la abandonada iglesia San Miguel. Era el sitio al que seguramente la voz invisible los estaba guiando; había muchas personas acostadas bajo el techo de la construcción antigua. Ella iba a ir primero para repartir la comida entre los habitantes de calle reunidos allí, como si los estuvieran esperando; desistió porque entre el grupo había un señor semidesnudo.
― Papi, ve porque el señor está semidesnudo, se sentirá mal ―, sugirió la mamá.
Eran como las siete de la noche cuando después del saludo, respondido en coro por los huéspedes de la calle, «se fueron sentando los señores, y lógico que el poquito de comida que llevábamos […]» no alcanzó para todos.
En vista de esto Nacira invita a su hijo:
― Papi, vamos a la casa y traigamos lo que haya.
«Y fuimos y el niño sacó ropa de él y empacamos más alimento y volvimos a salir. Llegamos y el niño le dio la ropa al chico que la necesitaba, repartimos la comida. ¡Ahí es donde nace la obra!».
De esa experiencia quedó una reflexión para madre e hijo que les abrió los ojos: «¡Tanta necesidad en el mundo!».
Como pensando en voz alta Nacira dice: «Yo no lo sé explicar. Alguien dijo: “vaya a la calle”, yo empecé a hacer eso. Siempre lo he analizado, ¿cómo yo hago eso y por qué lo hago? ¡Terminé haciéndolo!».
Y aunque a su regreso a casa continuaron departiendo con la familia en la fiesta de Año Nuevo, desde ese momento la vida para los Castillo Contreras traería bendiciones a muchos habitantes de calle en Girardot que perdieron su norte, su familia, sus sueños, la esperanza.
UNA OLLA MÁS GRANDE
Pasados los días y socializada en familia la travesía de la noche del primero de enero, retornaron a la calle, esta vez con pasabocas y gaseosa. En el CAI que ya no existe en la plaza de mercado empezaron a llegar las personas por su alimento, pero fueron tantos los que necesitaban que esa vez tampoco fue suficiente.
Y fue creciendo, «Empezó una semana dos veces y terminó en tres días. Después de hacer varias pruebas concluimos en unas sopas; empezamos a hacerlas en una olla mediana, y cuando había recursos para la sopita, bien; cuando los muchachos tenían, o si no era “el Papito”. Y si no había […] “el Papi” le decía a un señor de la esquina donde “el Papito” tenía el taller, que se llama don José. En ese momento hacer esa sopa haciéndola rendir costaba casi quince mil pesos, como cien platos», calcula abrumada por los recuerdos.
Cualquier día Nacira Inés viajó a Bogotá para acompañar a su mami a realizar unas diligencias. Al regresar a casa encontró una sorpresa:
― Mira, gordita, para que hagas más sopa ―, fue la bienvenida que Jorge le tenía a su heroína. Una olla con más capacidad ya se hacía necesaria porque el hambre abundaba― y abunda―en las calles de Girardot. «Dios, por medio “del Papito” colocó la olla grande», cree ella.
Pero llenar esa olla sin rendirla significaba tener en el bolsillo $15 000, que no siempre estaban ahí. La solución fue durante varios años buscar el mercado más barato de la plaza; regularmente compraba menudencias para un sancocho, y para estirar los billetes se iba y volvía a pie, desde el barrio Centenario. Aunque estaba en su juventud de los treinta años, era muy pesado cargar y caminar con el calor particular de Girardot, que pareciera hacer saltar las piedras.
Un día llegó la mami de Nacira de visita, justo cuando ella salía para el mercado.
― Ya vengo mami, voy a ir a hacer el mercado para la sopa―, dijo.
Doña Inés, su mami, preguntó:
― ¿Cómo lo hace, mija? ―. Le contó con detalle hasta el momento en el que llegaba a la casa molida por esa caminata diaria y extenuante. La madre guardó silencio.
Al llegar más tarde agotada y agitada, la mamá reconociendo, tal vez, el sufrimiento a gusto en el rostro de su hija, continúo indagando sobre esa rutina; «Se lo conté todo», dice, paso a paso.
Entonces doña Inés le dijo:
―Así no es. ¿Por qué se desgasta de esa manera, mija? Tiene que pagar carro.
―Mami, no alcanza el dinero para pagar carro ―, le contestó.
Como queriendo justificar las dos lágrimas que empezaban a recorrer sus mejillas, agregó: “Yo me acuerdo de eso y me da nostalgia».
Desde ese momento la mami empezó a costear el transporte. Nacira se iba a pie y regresaba con el mercado en taxi; pero no solamente cambió la logística de ese arduo compromiso que se impusieron por convicción como familia. «Ya no íbamos solo a repartir la sopa sino hacíamos oración, compartíamos la palabra de Dios con ellos; hacíamos curaciones; los llevábamos al hospital; hablábamos con las droguerías para poder conseguir los remedios que ellos necesitaban, (aparecen otra vez las lágrimas). El hijo…el padre Mauricio, compró una máquina, hacíamos jornada de peluquería. Nos fuimos cada vez metiéndonos más en el tema, en el cuento».
Cualquier día les daban las dos o tres de la mañana hablando con ellos en un andén, en cualquier esquina había tiempo para la tertulia y la música, muchos eran bohemios, tocaban guitarra, «entonces eso pasó a ser parte de nuestra vida», lo dice con el orgullo reflejado en su voz.
Pero como nada es completo, situaciones como estas hicieron que afloraran en el hogar el recelo, el disgusto, el celo, «porque la mamá de 24 horas ya no era de 24 horas sino por ahí de 12 horas; la esposa de estar todo el tiempo en casa, sin salir mucho, entonces ya dizque llegaba a las tres de la mañana, ¿cómo así?».
¡Al final todos se fueron acostumbrando!
LA HISTORIA DE «EL MÉDICO»
El Médico fue la primera persona que Dios rescató de las calles de Girardot, asegura Nacira; «Dios ha rescatado muchas, pero en la labor que nosotros hacíamos», aclara necesariamente.
Él se tildaba de loco, «les daba palo a los carros», y a la hora de la repartición de la comida siempre se hacía a un lado y no le recibía a nadie. Cada vez que lo llamaban, «con el dedo nos decía que no», se acuerda.
―Hoy mami reparte solita, quiero hablar con él―, le dijo un día Mauricio.
Al final de la noche Mauricio, con su sonrisa plena que se asoma inmensa desde sus ojos, logró expugnar el dique que durante años había levantado Enrique, El Médico, para no ceder ante las emociones.
Fue más empatía y confianza que amistad lo que primó desde ese momento; era al único que le recibía la sopa en las tardes mortecinas y calurosas que se repetían entre el olor a mierda humana que aún hoy exhala el «histórico» Parque de la Constitución, y el racimo atiborrado de pecados descolgando del reloj viejo de la iglesia.
Cualquier día el Médico enfermó y fue a parar al hospital de Girardot. Mauricio le llevó un walkman con una provisión de casetes que pertenecía a la familia; así era el desprendimiento.
¡Y se gritó milagro! «Un día llegamos a visitarlo y él nos dijo: bueno, yo no sé ustedes qué van a hacer conmigo porque yo a la calle no quiero volver, y si vuelvo me toca doparme para acostarme como un perro en la calle. Eso fue para nosotros otra parte de la historia», relata Nacira con la esperanza intacta en sus ojos.
Ante este ultimátum de querer regresar a una vida decente aparece una incógnita para esta pareja de samaritanos: ¿a dónde llevarlo?, no conocían un lugar para ello. La respuesta llegó del mismo Médico, Shalom era el lugar. En esa época se encontraba en donde antaño funcionó el Distrito Militar número 41; hoy en el sector predominan peluquerías y hostales.
Entonces Nacira habló con Pablo, el fundador del lugar, quien, aunque advirtiendo que Enrique era «un grosero», aceptó recibirlo si pagaban ochenta mil pesos mensuales. Mauricio recién comenzaba a trabajar, él los pagó.
De vez en cuando iban a visitarlo, pero siempre recibían quejas de su mal comportamiento y de los correctivos que recibía.
Pasado el tiempo, «Un día llegó a la puerta de la casa a las seis de la mañana con todo su paquete de cosas», cuenta, mientras golpea la mesa del comedor del hogar de paso simulando el llamado del recién llegado.
―Hola Enrique, ¿qué estás haciendo acá?
― No me soporto más eso, que me den tabla y me traten mal. Yo no sé qué vas a hacer conmigo―, fue la respuesta del Médico.
Se quedó mirándolo, dice, y pensó: «¡¿Y qué iba a hacer yo con él?! ¡¿A dónde lo iba a guardar, a dónde lo iba a meter?! ¡Grave!».
Haciendo memoria, «Dios nos había presentado una hermanita en Bogotá», sor Nohemí, que pertenecía a la sociedad de San Vicente de Paul. En esa época dirigía un hogar transitorio día «que se llama La Milagrosa o algo así». Allí inició el proceso de recuperación.
Pero quedaba pendiente un paso difícil y doloroso que dar, volver al reencuentro con su familia, presentarse después de tantos años de ausencia, de dolores, de arrepentimientos, de sufrimiento. Ella lo expresa mejor: «Hablamos con ellos, ¡eso es impactante! Porque cuando llegas con una persona que está en la calle y vas a tocar (sic) a la familia, nadie te quiere abrir la puerta; te miran por entre la cortina, pero no te quieren abrir la puerta, porque está ahí la persona que les hizo mucho daño, que les robó, que les madreó, que les rompió los vidrios, y entonces se cansan y cierran la puerta».
A ruegos consiguió que le abrieran, y después de presentarse y entender lo que sucedía llega lo más difícil, el reencuentro, «¡oh!, eso es impresionante! Llanto, culpas, disculpas, promesas, incredulidad, muchas cosas a la vez se viven en ese momento».
Luego Enrique fue trasladado a unas granjas ubicadas en Fusagasugá. Se le perdió el rastro una vez dejó de ir a donde la mami de Nacira, doña Inés, porque después de haberle facilitado dos veces dinero para que iniciara un negocio, la tercera oportunidad en la que se negó a hacerlo, no se volvió a saber de él.
AYUNO Y ORACIÓN
En esta historia, extensa pero necesaria contarla completa, siempre va a estar presente Mauricio, al final, su vocación de servirle a Dios y a los hombres nació precisamente de esa labor en la calle.
Después de vivir más de un quinquenio en ese apostolado emprendido por la familia Castillo Contreras, liderado por Nacira y acompañada de su hijo, «empezamos a soñar para tener un sitio dónde poderles brindar algo más que la calle», explica la gestora de esta cruzada. Queda como evidencia un proyecto en borrador de cuatro páginas esbozando lo que debería ser el primer hogar de paso en Girardot.
Evoca: «A los cinco años de estar en el proceso de ayudar en la calle me llama un día el padre Álvaro, hoy párroco de la catedral de Girardot, y entonces me pregunta:
― Nacira, ¿siguen trabajando con habitantes de calle?
―Sí padre, ¿qué necesita? ―, pregunta.
― Es que va a haber una reunión en la Cámara de Comercio; si le interesa seguir con ellos vaya a la reunión ―, inquirió.
¡Claro que iba a estar allí! Y lo que vio la primera vez la llenó de optimismo. Estaban reunidos gerentes bancarios, rectores de universidades y colegios, líderes del comercio y la sociedad; hasta el señor obispo se encontraba, exclama emocionada.
El talante humilde, bondadoso y de perfil discreto ya la acompañaba; por eso asistía a las reuniones siempre en silencio, «escuchaba y miraba», nada más. Entonces, cada vez que terminaba una reunión «iba al sagrario y le decía, ¿tú qué quieres hacer, Dios? ¿Qué es lo que vas a hacer ahora?».
En una de esas reuniones monseñor Héctor Julio López toma la palabra y les dice a los asistentes: «Si queremos hacer este trabajo, aquí hay una señora que está trabajando con los habitantes de la calle», presentándosela al grupo.
La asistente silenciosa, prudente y discreta empieza a explicar cuál es el trabajo que se ha venido haciendo en la plaza de mercado y en otros sectores de Girardot. La conclusión, casi unánime, fue que había que construir un proyecto mucho más grande y ambicioso que este. La propuesta fue abrir una fundación; pero al paso de los días y las semanas, rememora, ya no era el mismo número de personas y eminencias las que asistían, el grupo disminuyó inexplicablemente.
Pero no importaba, porque visto desde los ojos de Dios, lo explica así Nacira Inés: «Yo fui entendiendo en mi criterio, en mi espiritualidad, que Dios quería legalizar la obra de Él, porque es un sueño de Él. Esto no es de nosotros, esto es un sueño de Dios para ayudar a muchas personas».
Esas tres hojas manuscritas con lápiz que en un principio proyecta un hogar transitorio comienzan a tomar forma, en el 2002 nace la Fundación Vida Nueva. Pero no se iba a quedar así, porque los designios de Dios o de los hombres estaban sin concluir.
Nacira se entera de que en Armenia un padre dirige un hogar como el que pensaban fundar en Girardot. Realizadas todas las minucias y preámbulos, en una reunión se decidió que era importante viajar para conocer sobre el terreno cómo se podía construir.
El viaje cambió la idea del hogar; inicialmente, y con la visita a sor Nohemí, se pensó en un hogar de paso. Pero en Armenia «vimos algo más grande, que es el hogar noche»; porque son las horas nocturnas las que más peligro traen para ellos. Pero, «todo eso es de Dios que nos va iluminando cómo hacer las cosas».
Al regresar, y con la Fundación constituida, continuamos entregando alimentos en la calle. Pero la parte económica ya no era problema porque gracias a la creación de la Fundación, doña María Cristina Villamil, gerente en ese momento de la Corporación de Ahorro y Vivienda Conavi, exhortó a algunas personas a apoyar el proyecto.
Con él consolidado y la necesidad de cristalizarlo, se le presenta al alcalde del momento, Jairo Beltrán Galvis. Surtidas todas las instancias, dice Nacira Inés, es involucrado al Plan de Desarrollo del gobierno y se inicia la visita a propiedades del Municipio para encontrar el lugar ideal en donde encontrarían sosiego los habitantes en calle que así lo quisieran.
Visitaron muchos sitios, «[…] nos enamoramos de cosas muy lindas, pero lo lindo no es en ese momento para Dios; nos dan estas bodegas vueltas…abandonadas. Eran casa de palomas y bueno, viene todo el proceso de recuperarlas, que no fue muy fácil». Y agrega: «Tocó orar mucho, hacer ayuno, porque antes de que todo esto se desarrollara, estaba frenado. Pero llega un momento después del ayuno y de la oración que todo despega. Llegan donados los pisos, donan el cemento. Porque después de que la Alcaldía da el sitio, nos demoramos unos dos o tres añitos para abrir esto».
De los pioneros de esta grandiosa obra, desconocida por muchos girardoteños, está el nombre de María Cristina Villamil, Limbania López, Jorge Aguirre, monseñor Héctor Julio López, Rafael Cobos, y otros de los que no tengo referencia. Al fin y al cabo, «en ese ir y venir han entrado personas y se han ido, por equis o ye motivos», advierte Nacira.
BIENAVENTURADOS SERÉIS CUANDO OS INJURIEN…
Una fecha para no olvidar es el 9 de octubre de 2007, día en el que se abrieron las puertas del hogar de paso a aquellos seres humanos que lo necesitaran. El sueño silencioso, perenne, lejano, de la Nacira anónima y, a veces, excesivamente humilde en su condición de ser humano, era una realidad.
La bienvenida a quienes llegan en busca de paz y descanso la da una frase escrita sobre una lamina de aluminio que resume en seis cortos renglones condiciones y escenarios de la vida de los seres humanos: «Tener un lugar a donde ir, se llama HOGAR; tener personas a quien amar, se llama FAMILIA. Tener ambas cosas se llama BENDICIÓN».
Pero las letras de molde para reconocer el logro alcanzado luego de décadas de irlo construyendo minuto a minuto, es para Dios. ¡Nacira no reclama nada! Ella tiene la convicción absoluta de ser una herramienta de Él para este propósito: «Yo voy a decir algo que el mundo no quiere escuchar: la realidad es que esta obra no es de nosotros, es una obra de Dios puesta en el corazón de los hombres; y que es una obra en la que Dios ha proveído todo el tiempo», refiriéndose exactamente al hogar, más no a la Fundación.
Y fue más allá, porque cuando decide contar la historia completa, exactamente el 21 de mayo de 2021, que recién el mundo y los girardoteños habían sido sorprendidos por la pandemia de la Covid-19, al parecer llegaron señalamientos por las medidas que se adoptaron en ese momento con el número de huéspedes admitidos. Así reaccionó Nacira frente a esos comentarios: «Porque otra cosa que voy a decir que no le gusta al mundo, es que nosotros nos dedicamos solo a trabajar para Dios, no para los hombres. […] solo trabajamos para Dios. Que el mundo diga que allá no dejan entrar sino poquitos o hartos […]».
Como sucedió en todas las instituciones y entes públicos y privados, se restringió el acceso al lugar disminuyendo el número de personas admitidas. Y en algo sí que tiene razón Nacira Inés cuando dice: «[…] porque donde pase algo, ahí si todo el mundo se viene. Nadie ayuda, pero los que no ayudan son los que más se le van a votar encima a la obra social. Entonces responsablemente se tomó la decisión de que se van a recibir equis número de personas». Así fue como de 40 se llegó a 27 personas autorizadas a pernoctar en el lugar.
Hoy el ingreso al hogar cuesta igual que en la época de pandemia, son $6000 que dan el derecho a baño, hospedaje, cena, desayuno, lavadero para ropa, y los intangibles, «su paz, su tranquilidad, su seguridad, su vida empieza a cambiar».
Otros, también, alejados de lo que en realidad sucede allí, han expresado que el hogar es un negocio que tiene la familia Castillo Contreras. Pero para la que engendró la idea, el hogar «[…] no es un negocio, es un negociazo, le dije a monseñor. Porque es que aquí es salvar almas; porque el cuerpo se pudre y se va a quemar allá, pero tu alma, ¿a dónde va a parar? Entonces, después que entiendes que la lucha tuya y mía por este mundo es de salvar mi vida eterna, esto no es un negocio, ¡esto es un negociazo!».
*Condecoración Periodismo Vivo Antonio Nariño 2024, Mérito a la Mejor Columna de Opinión.