Piel Adentro
Una sobreviviente de Armero enamorada de sus perros
Han pasado 30 años. Nos volvimos viejos. Pero no ahora, sino desde entonces. Porque los que estuvimos allí y vimos y sentimos lo que vimos y sentimos, de repente, y desde esa experiencia aterradora pero enriquecedora, porque fue verle de muy cerca la cara a la vida y a la muerte, nos sentimos desde ese momento y para siempre más viejos, mucho más viejos, pero un poquito sabios y sobre todo más humildes. (Germán Santamaría).

Las tragedias, aquellas que se ensañan inexplicablemente en algunas personas, son visitantes pasajeras que los medios de comunicación explotan para aumentar, y de qué manera, sus capitales; otra cosa muy distinta es la realidad de ese infortunio en la vida de quien lo padece.
Armero será por siempre una historia triste para Colombia. Hasta emblemas humanos utilizados como vallas publicitarias pidiendo a gritos audiencia se engendraron; todavía hoy son símbolos inútiles de un dolor olvidado, superado, pero vigente en la mayoría de las víctimas. Porque el duelo pasa, pero el recuerdo debe quebrantar de vez en cuando la paz.
Karin Yulieth López González, una mujer común y corriente, que nos ha acostumbrado a verla rodeada de perros de todas las razas paseando por los barrios de Girardot, recuerda cómo fue para ella ese 13 de noviembre de 1985:
«Empezó un día normal, de vida cotidiana de una familia. Normalmente mamá trabajaba, mi papá estaba de viaje; yo fui a la escuela, normal, a estudiar. Nos soltaron (sic) temprano para la casa a raíz de la caída de ceniza; para mí eso era normal. […] Los mayores se veían como asustados pero uno de niño no sospechaba nada de peligro.
Acompañé a mi mamá que viniera a casa con nosotros, ella tenía un salón de belleza. […] Estaba lloviendo y eran como las siete de la noche; para estar en casa comiendo, viendo noticiero.
Nos acostamos normal y en el transcurso de la noche, como a las once o antes de las once, nos levantó mi mamá angustiada para salir corriendo. Salí a la puerta de la casa y se veía multitud de gente gritando y corriendo desesperadamente, desnuda, en pijama, descalza; en esas nosotros, con mi mamá y mis hermanos menores salimos a correr. En ese entonces eran dos hermanos menores y dos mayores; éramos cuatro con mi mamá.
Salíamos hacia la principal, todo el mundo corriendo, sin luz […]. Corríamos a salvar nuestras vidas cuando en un momento inesperado se nos pasó la avalancha por el frente. […] Nos salvamos de esa, pero al bajar por la otra cuadra y coger hacia otra parte que no debimos haber cogido, allí nos cogió (sic) como dice, la muerte; o el desenlace que tuvimos más de un armerita allá. Y en esas caí yo también».
Mientras describe escuetamente el abismo que se abría ese instante en su vida, su ahijado, un niño de trece o catorce años, frente a ella, escucha con detenimiento, absorto, seguramente pensando que su madrina sí es una superheroina de verdad; no como aquellas de Xbox One X, que ni olor tienen.
«Dentro de la avalancha perdí contacto con mi mamá. Iba consciente dentro de ese monstruo. Me acuerdo tanto que me golpeaba mucho la cabeza; yo trataba de agarrarla, trataba de salir a respirar para sobrevivir yo misma, pero ya no tenía contacto ni de mi hermano ni de mi mamá. ¡Estaba sola, sola en un mundo que no esperaba!
Cuando la avalancha me fue botando y fue pasando la fuerza, fui saliendo a flote, y ahí es en donde me doy cuenta la magnitud de la tragedia que había sucedido. Me sentía sola y quería tener a mi familia al lado mío […]
Pasó la avalancha y hubo varias explosiones que pensamos que eran más avalanchas que venían encima de nosotros. Eran explosiones de bombas de gasolina que hacían alumbrar todo el pueblo […].
Yo había quedado muy golpeada; esa misma noche la gente empezó a colaborar; la misma gente de Armero empezó a colaborar, a sacar la gente herida, hasta llegar el otro día y llevarnos a una parte alta».
En una situación tan limitante lo único que podía esperar era eso, que alguien la socorriera y la trasladara alzada a la parte alta de otra montaña porque, recuerda Yulieth, en donde se encontraba inicialmente todo estaba lleno de escombros y hasta un camión yacía allí enterrado. « A esa montaña pasaron todos los heridos que se encontraban en ese costado. Ese era un playón inmenso de lodo y todo se hacía a punta de puente, de tablas, tejas, lo que se encontrara para llegar a parte alta».
Parte alta, que posiblemente fue, meses atrás, el escenario del beso nunca repetido, o el mirador furtivo de amores desenfrenados; era ahora epicentro del dolor y la desesperanza, testigos únicos de una tragedia anunciada. Con ese mismo dolor y desesperanza Karin Yulieth estaba afrontando, a sus escasos trece años, un drama que desde ya la estaría marcando para el resto de su vida.
Finaliza diciendo, con la frialdad que se guardan los recuerdos que atormentan, « […] ya había quedado totalmente desfigurada, bizca, golpeada, con hematomas en mi cara. En una pierna tengo una cicatriz que casi la pierdo».
EL REENCUENTRO
Tirada sobre el piso, como ella misma lo describe, ve que alguien conocido se acerca caminando hacia donde ella se encuentra; pero contrario a lo que podía esperar, su hermano, el joven que se aproximaba, no la reconoció debido a los maltratos y desfiguraciones que había sufrido su rostro con todos los embates.
Emocionada, imagino yo, lo llama indicándole que es su hermana, que está con vida, aunque herida y lastimada. Él, emocionado por el reencuentro busca junto a ella a su madre y sus hermanos; « […] le entró una angustia impresionante porque pensó que mi mamá estaba conmigo y no…no estaba con nosotros en ese momento. Los cuerpos de mis familiares no aparecieron».
Ante una decepción tan grande el mundo era más pequeño, pero todavía valía la pena vivirlo. Su hermana menor, la consentida, estaba con vida y había que auxiliarla.
Con apenas 15 años (el de siete y el otro diez años habían desaparecido) se esmera en atenderla con los escasos recursos que podían existir.
¿Y la ayuda en donde la encontraba? ¡Vaya ironía! La casa, de donde habían salido raudos y amenazados, no le había ocurrido absolutamente nada; allí, de donde la familia salió despavorida huyéndole a esos brazos viscosos y turbios de lodo, todo se encontraba intacto, pero sin sus habitantes habituales. De ese sitio su hermano traía los alimentos y el líquido para hidratarla.
Esto duró dos días, hasta cuando los helicópteros empezaron a evacuar a las víctimas a los diferentes centros hospitalarios del sector. El viacrucis de Karin Yulieth hasta ahora comenzaba; la soledad sería su cómplice y compañera porque su hermano no la acompañaría; él no se encontraba herido.
ADIOS ARMERO
La primera estación la tuvo en Lérida, municipio tolimense. En ese lugar recuerda Yulieth, los bañaron y les hicieron las curaciones del cuerpo; las del alma sabe Dios si todavía existen.
De Lérida salió para Ibagué. Estando en Ibagué, « me cosieron estilo marrano, digámoslo así. Me estaba cayendo una gangrena en mi pierna, [...] y supuestamente iba para amputación mi pierna izquierda.
Cuando en ese entonces, gracias a Dios, yo era como consciente, no había perdido mis sentidos. Dije que tenía familia en Bogotá; me trasladaron el sábado.
El sábado en la noche llegué a Bogotá en donde la familia de mi mamá me acogió; llegué directamente a la Clínica Colsubsidio. Esa misma noche que yo llegué a Bogotá, a la Clínica Colsubsidio, entré de una vez a la sala de cirugía para poder salvar mi pierna. Y gracias a esa clínica me salvaron la pierna».
DOCE AÑOS DE TRANQUILIDAD
Podría pensarse que el hecho de que su padre el día de la tragedia se encontrara viajando, se debía a que el destino había fijado una segunda oportunidad para la familia que quedaba.
Pero con lo que no se contaba era que las penas estaban agolpadas en la razón y el sentimiento de papá, y solo lograba ahogarlas a pedacitos, con alcohol; haciendo insostenible e imposible recomponer lo descompuesto.
El pesar y la nostalgia horadan, queman, resquebrajan, haciendo daño a quienes se hincan ante ellos. Frente a esta inevitable verdad tuvo la necesidad de orientar su camino hacia un horizonte, si no promisorio, si menos doloroso.
Intentando buscar a su hermano que parecía se encontraba en Venezuela viviendo con otros familiares, Karin Yulieth se arriesga y viaja nuevamente a Bogotá.
Esta vez no es diferente a las demás, y la situación comienza a complicarse. No es bienvenida en la casa de la familia de su madrastra, y la partida se hace inminente. Cuanto antes, mejor, piensa la niña que ya llegaba a sus dieciocho años.
Vivir en un inquilinato, como era lo que le sucedía en ese momento, no era lo más deseable. Pero fue allí, irónicamente, en donde encontró la manera de darle sentido a su vida y empezar a construir su independencia.
Una huésped del inquilinato le comentó que una señora estaba buscando a una niña que cuidara de sus padres; ante la necesidad y la premura, que ayudan a tomar decisiones en momentos de oscuridad, recuerda que « llamé a la doctora y fui hasta allá a donde ella. Le hablé y le expliqué y le conté todo de mi vida; de dónde vengo, quién soy, qué me está pasando en el lugar en donde me encontraba en ese momento . Ella me dio toda su confianza y me recibió el mismo día.
Ellos me dieron mucho amor; me dieron mucho afecto, compañía, y lo primordial, confianza. Tanta confianza que me acogieron como parte de la familia.
Duré doce años viviendo con ellos; estudié y a la vez trabajaba. Me supe desempeñar, y lo que soy les debo mucho a ellos. En cuestión de personalidad, todo eso se lo debo a ellos».
EL HERMANO REGRESA
Durante ese periodo su hermano regresa de Venezuela, y al enterarse de que su hermana menor se encuentra viviendo en Bogotá la ubica, y « Nos veíamos de vez en cuando, salíamos, paseábamos; fue un encuentro espectacular porque fueron muchos años separados también los dos […]»; comienzan a reconstruirse los lazos deshilachados.
En una de esas conversaciones, imagino llenas de recuerdos y sueños, Girardot aparece como una posibilidad cercana para vivir. Su hermano había estado en unas vacaciones y le había parecido muy agradable. Tanto como para preguntarle “[…] ¿por qué no vivimos otra vez juntos, después de tantos años separados? Mira que Girardot es parecido a Armero, las calles, lo tranquilo […]”.
Por supuesto que esto fue una tentación para Karin Yulieth; a los treinta años de edad toma la decisión de viajar y quedarse a vivir en Girardot con su hermano; el mismo que la había cuidado un día después, allá, en la cima de una montaña que desde el horizonte, hoy, avizora cómo mujeres como esta combatiente, le arrebataron a la muerte su cuerpo y se yerguen victoriosas enfrentando con determinación cada embestida que les da la vida.
NADA ES AL AZAR
No en vano había tenido la oportunidad de trabajar sin ninguna experiencia con personas de la tercera edad en Bogotá; sumándole lo que implicó para su tranquilidad mental y crecimiento humano. En Girardot las cosas comenzarían a ir mejor.
Su cuñada, la novia de su hermano, le consiguió un contrato en el ancianato de Agua de Dios; « Ahí trabajé un año viajando todos los días».
Terminado el contrato comienza a trabajar con una señora en Girardot. « Únicamente a cuidarla, estar pendiente de ella, jugar, sacarla a caminar, ese era todo mi trabajo. Lastimosamente falleció, [...] pero fueron también como dos años acompañándola, tratando de alegrarle la vida lo que más pude».
Terminada la labor con la primera señora que cuidó en Girardot, inició un trabajo cerca al barrio Centro. La historia es peculiar, extraña, reveladora desde cómo la vida, algunas veces, se va encuadrando sola y a su antojo.
« […] ella sufría de alzhéimer […] Ellos trataron de contratar también a alguien para que jugara, la sacara a caminar, la acompañara, le hiciera juegos, que ese era el trabajo que yo prestaba.
Pero entonces ella era rebelde; “que yo no quiero que me contrate a nadie, que yo no quiero tener ninguna dama de compañía”. Entonces llegamos a un acuerdo con sus hijos: que yo iba a sacar a pasear el perrito que ellos tenían, […]. Entonces yo llegaba todos los días y me decía:
-¿…y usted a qué viene mijita?
-Hola, buenas tardes. No, yo vengo a pasear el perrito.
Entonces yo iba, sacaba al perrito y le daba la vuelta. Venía, lo entregaba. […] me quedaba con ella un rato; me quedaba haciéndole charla, y así estuvo transcurriendo el tiempo.
Transcurriendo el tiempo, que me dediqué más a pasear el perrito.
Pero entonces llegó otra señora:
-¡Ay, tan bonito su perro! ¿Usted lo pasea?
Así se fue incrementando y naciendo mi trabajo de paseadora y adiestradora canina […]».
Podemos decir entonces que Yulieth fue la pionera de los paseadores de perros por las calles de Girardot.
AMIGOS INESPERADOS
Pasear los perros era una cosa, pero dedicarles más tiempo para adiestramiento, algo totalmente diferente. Por fortuna, herencia de la familia de Karin, puede exclamar, « ¡amamos los perros!».
Y ese amor lo refleja al escucharla decir que « […] cuando uno se compromete a tener un cachorro o un chico de estos, para mí son mis chicos, uno debe ser consciente de lo que uno tiene que prestarles a ellos. Si no les va a prestar totalmente amor, paciencia, tiempo y muchas cosas más, mejor no se comprometan a tenerlos; es mi forma de pensar. Porque normalmente hay gente que se pone a tener su cachorro, y él empieza a hacer daños, estragos, cochinadas, pero entonces uno es el que falla porque no está prestando la atención que debería tener hacia ellos».
Fue así como «Me fui metiendo en el tema de los perros, es algo que me fascina. Entonces me metí a investigar más sobre ellos, y sí, empecé a hacer cursos». Y cuando nos habla de los cursos hace referencia a certificaciones recibidas, por ejemplo, de Sagen Kennel´s, o en el seminario con César Millán, y la especialización en la Cruz Roja canina en Bogotá, en donde debía viajar cada ocho días.
A partir de estas aparentes casualidades ya ha dedicado dieciocho años de su vida al cuidado de sus «chicos» como los llama con afecto.
Una jornada normal empieza desde « […] las seis de la mañana hasta las siete u ocho de la noche. A veces hago un receso al medio día; el sol no se presta.
No hay necesidad de siempre caminar. Algunas veces vamos al parque, los suelto, jugamos pelota; hay unos que se divierten jugando pelota, es una forma de recreación.
Otra cuestión que hago es lo del adiestramiento básico; son personalizados, tengo que sacarlo uno en uno. No es tanto sacarlo a caminar sino enseñarle a obedecer; que se siente, dé la mano, se haga el muerto. Son unos comandos que se le enseñan. Eso es de repetir y repetir como con los niños chiquitos, hasta que lo aprenden».
SUSTOS
No existe trabajo sin riesgo. Y paseando perritos no puede ser la excepción. Yulieth Karin recuerda que cuando empezó « uno que otro perrito se me soltó del collar porque normalmente le dan hebillitas débiles; ahí tomé la decisión de hacer mis propios collares para que queden fuertes y así mismo no se me suelten».
Pero también están los « […] inconvenientes con otros perros. Que yo llevo los míos y tratan de morderme los que yo llevo. Siempre me ha tocado defenderlos a capa y espada. Yo siempre pongo mi pellejo, así me muerdan a mí, pero que no los muerdan a ellos. Ese es mi lema.
Normalmente siempre ando con mis manos ocupadas con ellos, siempre me defiendo con los pies y saber manejar los que yo llevo. Hay gente que le ha molestado, pero normalmente ellos son los que llevan la de perder porque llevan sus perros sueltos y yo llevo siempre mis perros amarrados; no soy partidaria de soltarlos, porque corren mucho peligro y además está prohibido». Estas últimas palabras las dice con una convicción de guerrera férrea, de guardaespaldas, o tan solo de paseadora de perros, responsable.
PROTECTORA Y AMIGA
Por allá en el 2007, cuando vivía en el barrio Rosablanca, además de pasear perros también empezó a criar uno que otro, recogiéndolos de las calles y haciendo el trabajo que la administración municipal nunca ha hecho; « […] perrito que veía en la calle, perrito que iba llevando para la casa. Llegué a tener un promedio de veinticinco perros; tenía un espacio tan grande que gracias a Dios lo podía hacer. Duraron mucho tiempo conmigo, para qué. Amor, hogar, comida, todo lo que se le puede dar a un chico de estos.
Pero entonces el bolsillo ya empezó a pesar un poquito porque normalmente no buscaba ayuda. Ya a lo último tomé la decisión de buscarles su hogar. Me sostenía porque tuve una labradora y una beagle, de las que saqué varias camadas; y gracias a las camadas sostenía los otros.
Pero entonces tampoco era estar sacando camadas porque ellas se me desgastaban. Empecé a buscarles hogar a los chicos que recogía en la calle».
DIOS
Hablar de Dios cuando todas las cosas han salido bien y la fortuna sonríe, para los creyentes normales es fácil, y de agradecimiento por las obras recibidas.
Pero cuando se vienen todas a la vez y aturde la abundancia de desgracias, contratiempos, vicisitudes, confusión, el concepto de Dios puede cambiar e invadir un inconformismo que, sin ser incredulidad, puede acercarse al reproche contra Él.
« Yo soy cristiana desde chiquita, mi abuela me inculcaba mucho. Entonces a raíz de todo lo que he vivido y me ha tocado pasar, a veces trato de echarle la culpa a Dios de muchas cosas […] no sé para qué me dejaría viva Dios en este momento. O cuáles son las pruebas que me está poniendo, o qué me tiene para más adelante. Qué proyecto me tiene. Porque siempre he sido correcta, no he hecho mal a nadie.
Herida estoy pero que hay un Dios vivo, lo hay. Me ha tocado duro, pero aquí estoy, viva y paradita».